A veces siento que la estamos violando.
Quizá yo también. Y me produce sonrojo.
Una de las pocas cosas
que resistía a la sociedad mercantilizada,
que todavía era pura
—o lo era más que el resto de cosas—,
que no se había extendido como un rumor
y se paladeaba con el gusto
con el que se paladean las cosas
que se prodigan poco pero alumbran tu vida,
ha caído, en parte, en la banalidad de la moda.
Se está escribiendo tanto en nombre de la poesía,
sin que mucho de lo escrito suponga un salto de nada,
ni de calidad, ni mortal, ni del corazón, ni del lenguaje,
que temo que estemos violando su nombre todo el rato,
que algo sagrado se esté profanando de modo obsceno,
y lo que es peor, que sea así
—de ahora en adelante— para siempre.
Pero al mismo tiempo algo me dice
que al menos algunos
no viajamos en el tren equivocado,
porque cuidamos las palabras,
porque pensamos en ellas,
nos sentamos a su lado para preguntarles,
tratando de que se sientan a gusto al lado de sus hermanas,
sumando conjunciones, buscándoles la música,
velando para que no se dañen
si se lanzan en plancha sobre un folio.
Las vestimos de gala en la medida de nuestra destreza
—sabiendo que no hay ser humano que cada día
pueda acercarse a lo sublime—,
pero sabiendo también que cada día
la vida puede cogerle de la mano a la hermosura.
Y en ello estamos,
desenterrando la belleza,
tratando de acercar hasta la hoja
la realidad con su fiesta de matices,
lo que viviste, lo que vivieron, lo que vivimos.
Y mientras eso pase,
mientras gastemos el poco tiempo que nos queda cuidando esto,
nadie podrá decir que la violamos,
que profanamos su nombre,
que manchamos el pasado que la sostuvo.
Porque, con mayor o menor acierto,
muchos de nosotros no hacemos otra cosa
que pensar en ella como lo que es:
la mujer más hermosa
que nunca antes pasó por nuestras vidas.