Son las 11 de la noche en el Retiro, último día de la Feria. En este instante el afamado escritor gallego Tomás Lueiro despierta maniatado con su propia corbata y un fuerte dolor de cabeza por el tremendo golpe recibido unas horas antes. ¿Qué ha pasado?, se pregunta. Esa mañana estuvo firmando en el stand de Casa del Libro. La cola es infinita, atiende con su sonrisa horizontal perfecta y un acento diseñado para conquistar. A su lado yo, mustio como una lechuga que lleva tres meses en tu nevera, esperando a que alguien me pida una dedicatoria para mi última novela. Él sigue a lo suyo, sin mirarme, sin caer en que a su lado un colega sufre las consecuencias del tsunami que su literatura produce en comparación con el goteo de gente que se asoma por la páginas de mi libro antes de devolverlo al mostrador para, finalmente, llevarse el suyo. Ríe con fuerza, se muestra encantador y, poco a poco, su modo de garabatear tópicos y de fingir interés en lo que la gente le cuenta sobre el impacto causado por su libro, me arrastra a un estado de odio inmediato. El ardor se agrava cuando me pide que le traiga una Coca Cola. ¡Qué calor!, ¿verdad, chaval?. Me habla como a un fan cualquiera. Le respondo que yo también he venido a firmar. Es que como hace un rato que no haces nada. Y vuelve a obsequiarnos a todos con su enorme dentadura de vaca gallega. Ahí, definitivamente, se rompe algo. Poseído por la envidia y aconsejado por mi ego herido, trazo mi plan de venganza. Esta misma tarde tendremos que volver a firmar juntos y sé que no lo soportaré. La librería de la mañana nos invita a ambos a comer. Tras almorzar él decide ir al servicio, momento que yo aprovecho para decir al resto de acompañantes que necesito dar un paseo, para estirar las piernas. Acudo a la salida del servicio de la terraza-cafetería aprovechando que se encuentra a la vuelta del local. Con el galleguito de espaldas lo agarro del cuello por detrás y tras el corto forcejeo que mantenemos se golpea violentamente la cabeza contra la pared. Cae desplomado como una perdiz en un coto de caza. Por suerte no me ha visto, no sabe que soy yo. ¿Cómo puedo estar haciendo esto? Es lo más excitante que me ha pasado en mucho tiempo. Por un momento me siento un personaje de una de mis novelas. Es raro sentirse un delincuente, encuentro en ello un placer oculto. Lo llevo a rastras tras unos setos aparentando ante la gente que cruza que es un amigo borracho. Le hablo para que aquello se perciba más como anécdota que como acto delictivo. Le meto en la boca tres de mis ansiolíticos. Vas a dormir como un niño, pedazo de mejillón. Es el único insulto que se me ocurre en ese momento para el gallego. Una hora después vuelve a ponerse en marcha la feria. Preguntan por él. ¿No os habéis enterado?Por la mañana ha tenido problemas con algunos de sus lectores durante la firma y se ha marchado de malas maneras tras pelearse por ello con su editor. Varios de los seguidores que lo esperan haciendo cola escuchan mis aclaraciones. Añado algo más de fábula al relato, consiguiendo hacer reír a los libreros y a la audiencia que se ha formado. Pero yo estoy aquí y os firmo lo que queráis. Y lo cierto es que funciona. Tras anunciar el librero, entre maldiciones, que el Señor Pulpo a Feira no firmará libros, les invita a hojear lo mío: Es la revelación de la temporada, lleva cuatro ediciones vendidas. Se acercan sorprendidos a preguntarme. Pobres, ignoran que cada edición es de cien libros. Es la primera vez que me veo ante un público tan numeroso y afino mis respuestas. Parezco el gallego por la mañana, muestro interés por lo que me cuentan aunque no hayan venido por mí y comienzo a firmar. La cola va creciendo, no impresiona, pero ni dejan de venir curiosos, ni yo paro de explicar las celebradas anécdotas que suelen ofrecer los autores más esperados. Me envalentono: ¡Qué gran tarde se está perdiendo Tomás! Varios lectores asienten y se consuelan soltando tópicos: Yo sabía que había algo raro en él. Mejor no conocer a los autores que te gustan, porque al final te decepcionan; mientrasagradecen mi humildad y entrega en contraposición con la soberbia del autor de Vigo. Asiento. No pueden tener más razón. Me quedo pensando en ello. Mejor no conocer a los autores de los libros que te gustan. Si realmente descubrierais cómo soy…
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